A mediados de los años sesenta, los sociólogos Thomas Luckmann y Peter L. Berger publicaron una de las obras más influyentes del siglo pasado: La construcción social de la realidad. La tesis de los autores es que los participantes de una cultura aceptan tácitamente determinadas instituciones o realidades y se comportan como si de verdad existieran. En nuestros días, Yuval Noah Harari, reconocido escritor, historiador y filósofo, ha machihembrado la teoría luckmann-bergeriana con su propia visión historicista del ser humano. El intelectual israelí sostiene que el ser humano llegó a dominar el mundo gracias a dos detalles: en primer lugar, su capacidad para construir y compartir relatos; y en segundo término, su pericia para colaborar con otros humanos aun sin conocerlos. Cada vez que subimos a un avión, utilizamos los servicios de un taxi o disfrutamos de las atracciones de Portaventura, por citar algunos ejemplos, ponemos nuestra vida en manos de personas de las que no sabemos absolutamente nada: ingenieros, técnicos, conductores, operadores, etc.
Las teorías anteriormente señaladas explicarían cómo atribuimos cualidades humanas a meros constructos sociales (o relatos). Le pondré un ejemplo para explicarme mejor. En el planeta hay millones de personas que no comulgan (por ser delicados en la expresión) con la cultura y los valores norteamericanos, pero en cambio profesan una inquebrantable fe en el dólar. La efectividad del mercado monetario depende de que el mundo entero actúe como si el dinero fuera “natural” y no una simple invención humana. A poco que pensemos en nuestra “realidad” como especie, descubriremos que la actual civilización (y las que nos precedieron) se aguanta gracias a una serie de relatos que nos permiten colaborar a gran escala.
Siguiendo la misma línea argumental, convendrán conmigo que las empresas son entes abstractos, mitos, creaciones que han alimentado una manera de hacer particular. Las culturas organizacionales modelan comportamientos predecibles, en función de unas normas (a menudo no escritas), que facilitan a un grupo humano tocar en la misma tonalidad a fin de alcanzar ciertos propósitos. Los seres humanos nos integramos en complejas redes comunicativas que conforman proyectos empresariales de tamaño variable. Esta habilidad, indudablemente humana, permite coordinar los esfuerzos colectivos y las tareas individuales a partir de visiones estratégicas que – no se sorprenda- también son historias que el grueso de personas en una organización comparte, y a las que da marchamo de certeza. Y cuando no es así, la estrategia tiene menos consistencia que un helado de hielo en pleno estío.
Hoy que muchas voces autorizadas reclaman, con urgencia, que las personas estén en el centro de las empresas, es muy conveniente recordar que las organizaciones son creaciones humanas, no tienen vida real. Cuando alguien dice: “Nuestra empresa está sufriendo las consecuencias de la crisis”, no deja de ser una convención del lenguaje (sí, la palabra es el más poderoso instrumento para crear realidad), porque somos las personas las que de verdad padecemos. Y este punto me parece crítico si queremos situar al ser humano en el centro de las organizaciones. La digitalización nos pone a prueba con su atracción irresistible y sus promesas de soluciones definitivas e infalibles, de modo que nos sentimos como Ulises haciendo frente al fascinante canto de sirenas: «Detén tu nave y ven a escuchar nuestras voces. Después de deleitarse con ellas, quienes las escucharon se van alegres conociendo muchas cosas que ignoraban,…sabemos cuanto sucede sobre la tierra fecunda».
La transformación digital de nuestras empresas es tan necesaria como inevitable, pero acabará estampando nuestros proyectos empresariales contra las rocas, a no ser que entendamos la función que ejerce la cultura dentro de una organización. Si no somos capaces de transitar de un viejo relato analógico a uno nuevo, donde las personas -realmente- ocupen el centro del sistema y puedan encontrar sentido a lo que hacen, asistiremos al ocaso de las empresas entendidas como relato compartido por un grupo de personas comprometidas en pos de un objetivo común.
Inicialmente publicado en la versión en papel del Diari de Tarragona